lunes, 27 de agosto de 2012

El hombre que mató a Lennon



Aquel 8 de diciembre de 1980, los caminos de John Lennon y Mark David Chapman se cruzaron en dos ocasiones. Alrededor de las cinco de la tarde, cuando el ‘beatle’ y su esposa Yoko Ono salían de su casa en el Edificio Dakota de Nueva York, se toparon con Mark en medio del habitual enjambre de fans que custodiaba la puerta. Llevaba en la mano una copia de ‘Double Fantasy’, el álbum que acababa de editar la pareja. «Yo le dije: ‘John, ¿me firmas el disco, por favor?’. Él respondió: ‘Claro’, y lo firmó y me miró a los ojos, serio y sincero, y me devolvió el disco y dijo: ‘¿Es eso todo lo que querías?’. Me abrumó su sinceridad», relataría después el joven. De aquel encuentro ha quedado una imagen que tomó un fotógrafo oportuno. Se trata de un momento a la vez intrascendente e histórico, porque en realidad Mark Chapman sí quería algo más: a las 22.49 horas, cuando John y Yoko regresaron de su sesión en el estudio, disparó cinco tiros al músico y le acertó cuatro veces en la espalda y el hombro. Después, completada la tarea que le había traído desde Hawái, se puso a leer tranquilamente ‘El guardián entre el centeno’, la novela de J.D. Salinger.


Mark Chapman, el ‘celebricida’ por excelencia, está en la cárcel desde entonces. Quizá eso le salvó la vida, porque había mucha gente a la que el ‘ojo por ojo’ le parecía un castigo no solo justo, sino incluso liviano: a medida que aumenta la distancia, se vuelve más difícil entender lo que supuso el asesinato de John Lennon para una generación educada en el idealismo por sus canciones y su figura. Al menos dos seguidores, Michael E. Craig y la adolescente Colleen Costello, se suicidaron, incapaces de digerir la noticia, y las vigilias en recuerdo del ‘beatle’ reunieron a cientos de miles de personas. Cada vez que Chapman comparece ante la Junta de Libertad Condicional para tratar su posible excarcelación, algo que sucede cada dos años desde 2000, se acumulan las cartas de fans contrarios a que su demonio particular regrese a las calles. Entre esos mensajes destacan los de la propia Yoko Ono: «Temo que traiga de nuevo la pesadilla, el caos y la confusión. Los dos hijos de John y yo misma no nos sentiríamos seguros durante el resto de nuestras vidas», escribió hace doce años.


Esta misma semana, Chapman ha tenido una nueva oportunidad para convencer a la junta, cuyo dictamen se conoció ayer: le mantienen entre rejas por su «insensible desprecio hacia la santidad de la vida humana». Lleva en prisión 32 años, siete más de los que vivió fuera, y en los últimos tiempos se ha mostrado como un recluso pacífico y discreto. «Acepto toda la responsabilidad por lo que hice. Ya no culpo al diablo, me culpo a mí mismo», ha admitido, en uno de esos radicales bandazos que caracterizan su personalidad, como cuando logró pasar en solo seis horas de la rendida admiración al asesinato por la espalda. Su biografía parece un muestrario de comportamientos extremistas, con sucesivas obsesiones llevadas al límite. ¿Loco, quizá? Él mismo rechazó la posibilidad de esgrimir ese argumento en el juicio por el asesinato de Lennon, aunque en su historia no escasean los síntomas inquietantes. Empezaron en la infancia: era un chaval inteligente, espabilado, que coleccionaba monedas e incluso llegó a poner en marcha un periódico con noticias de su barrio, pero tenía problemas de socialización y solía dirigir discursos a la ‘gente pequeñita’, sus súbditos, unos diminutos seres imaginarios que habitaban en las paredes de su cuarto y le idolatraban.


Al precoz Chapman, nacido en Texas y criado en Georgia, le dio tiempo de hacer muchas cosas antes de matar a John Lennon. A finales de los 60, en plena adolescencia, se enroló en la vertiente química del sueño hippie y se convirtió en un decidido consumidor de marihuana, cocaína, pegamento, disolvente, LSD y cualquier otra sustancia que alterase la conciencia. A principios de los 70, desengañado, sintió la presencia de Dios y se convirtió en un cristiano renacido, que repartía folletos en los restaurantes y lucía un imponente crucifijo. Empezó a colaborar con la YMCA, la Asociación Cristiana de Jóvenes, y tuvo tanto éxito como monitor de campamentos que le asignaron misiones en Beirut y en un centro de acogida de refugiados vietnamitas. Trabajó como vigilante de seguridad, se mudó a Hawái, intentó suicidarse –la manguera que había empalmado al tubo de escape se fundió por el calor– e incluso dio la vuelta al mundo, y de paso se casó con la agente de viajes que le había organizado la expedición, Gloria Hiroko Abe, japonesa como Yoko. «Era ingenioso, generoso, amable, dulce, estudioso, inteligente y guapo», le describió su mujer años después del crimen, en un artículo de ‘People’ que desveló al mundo mil pormenores sobre el asesino.


Gloria continúa casada con él, pese a que la convivencia pronto acabó pareciendo un terreno de arenas movedizas, con el maltrato físico y la zozobra mental como únicas rutinas garantizadas. Mark lo mismo destrozaba el televisor después de ver una película que se gastaba 7.500 dólares en una litografía –fue la época de su pasión, también extremista, por el arte–, además de retomar la costumbre de parlamentar con la ‘gente pequeñita’, a la que pedía consejo antes de tomar algunas decisiones.


«Imagine no possessions»

Son muchos tumbos en pocos años, pero Mark Chapman se mantuvo fiel a sus dos grandes referencias, la espina dorsal de su cultura. La primera fueron los Beatles, su grupo favorito desde niño, cuando a su padre se le ocurrió regalarle ‘Meet The Beatles’. Fue una lealtad con altibajos, atormentada, porque el Chapman cristiano se escandalizaba ante algunas afirmaciones de John Lennon –sobre todo aquella frase mítica, «somos más populares que Jesucristo»– y solía reprochar al personaje su modo de vida, que le parecía incongruente. «Nos decía ‘imaginad que no hay posesiones’ y ahí estaba él, con millones de dólares y yates y granjas y propiedades en el campo, riéndose de la gente como yo», se enfurecía. Pero conservó los discos del cuarteto británico y se sentaba a escucharlos por la noche, con auriculares, a volumen atronador.


La otra constante de su vida se titula ‘El guardián entre el centeno’, un libro que descubrió cuando estaba en el instituto, del que fue comprando varias copias a lo largo de los años y que le sirvió incluso como justificación última de su crimen: «Me tumbé en mi celda y pensé por qué diablos habría matado yo a alguien. ¿Qué sucedió? ¿Cuáles son las verdaderas razones? Y entonces me vino a la cabeza que yo estaba llamado para un propósito especial: promover la lectura del libro». Cuando el juez le cedió la palabra, momentos antes del veredicto, se limitó a leer un pasaje de la novela. Se trataba justamente del fragmento que justifica el título: un campo de centeno en el que juegan unos niños, al borde de un precipicio, y un vigilante que se ocupa de atraparlos cuando van a caer.


Pero, pese a su notoria confusión mental, algunas veces este hombre ha hablado con sensatez. En una entrevista con Larry King, se refirió a la visión viciada que algunas personas tienen de los famosos. Explicó cómo, en el momento de disparar, ni siquiera contemplaba a Lennon como un ser humano, sino solo como «la portada de un disco», y se prestó a analizar por qué algunos fans acosan a sus ídolos: «No tienen nada dentro, su estima está por los suelos y se sienten importantes al escribir cartas de admiración o tener contacto cercano con una celebridad». Después, a medida que el personaje popular se aleja, «te desintegras de nuevo, te conviertes en nada». Mark David Chapman supo cómo impregnarse para siempre de ese débil reflejo de la fama ajena.

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